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By Thomas Bernhard

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Pero, como es natural, en el hospital yo no había tenido contacto aún con esos detalles. Lo que pasaba en la habitación mortuoria requería, lo mismo ahora que antes, la mayor parte de mi atención. Un día se me propuso, por parte del jefe del servicio, mudarme de la habitación de morir a otra habitación más agradable, como se expresó el jefe del servicio; súbitamente, él debía de haber cobrado conciencia de todo el horror y, al mismo tiempo, de todo el absurdo de haberme instalado siquiera en la habitación de morir, y por lo menos ahora había querido reparar ese error, invitándome varias veces durante la visita a mudarme de la habitación de morir a otra habitación, más agradable, esas palabras, a otra habitación, más agradable, resuenan todavía hoy en mis oídos, y además veo también todavía, muy claramente, el rostro del jefe del servicio, que una y otra vez había repetido, a otra habitación, más agradable, sin que ni por un instante tuviera conciencia de la infamia y del espanto de aquellas palabras suyas.

Me había sentido muy rápidamente fatigado y desfallecido y no había tenido ninguna gana de reflexionar en el aturdimiento de aquella enfermera. Después de haber respondido a sus preguntas y de haberse dado ella finalmente por satisfecha con ellas, ella había salido de la habitación y yo había podido dedicarme a mi compañero de cuarto, pero no llegué a entablar conversación con él y me quedé instantáneamente dormido. Unos minutos más tarde fue la hora de la comida, comida que se nos servía directamente en la habitación desde el ascensor en unos carritos de madera y se nos distribuía.

Una mañana, diez u once o doce días después de la última visita que me había hecho mi abuelo, había abierto, como frecuentemente ya en días anteriores, un periódico que me había dado para leer el posadero de Hofgastein por medio de su hermana. Después de haber leído y hojeado ya algunas páginas, descubrí de pronto el retrato de mi abuelo en el periódico. Por lo visto, se trataba de un artículo necrológico de una página entera. Por consejo de los médicos, los míos no me habían dicho nada de la muerte de mi abuelo, que había muerto ya cinco o seis días antes de que yo lo leyera en el periódico.

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